15/11/22

Por toda la orilla

Quedamos para comer, pero, para no variar, se nos hizo tarde. De lxs cuatro allí reunidxs nadie tenía muy claro a dónde ir. Llama al sitio al que fuimos en mi cumple, dice C. Me repite el nombre del lugar —que por supuesto no retuve entonces y tampoco he retenido ahora—, lo busco en internet y llamo. Pregunto si tienen todavía la cocina abierta y la voz al otro lado de la línea me contesta: «Ahora no se puede poner que está muy liada, es hora punta».

Se me pone cara de Fry.


No... O sea... Espera, ¿qué?, contesto. Lo que quiero saber es si todavía servís comida. Que entiendo que sí, si tenéis tanto lío y la «cocina» no se puedo poner ni un momentito al teléfono. Así que déjame que reformule la pregunta: ¿Tenéis mesa para cuatro? «Depende», contesta.

Ok. Bueno. Pues nada. ¿Y de qué insondable y oscuro misterio depende que haya alimento para estas pobre cuatro almas indignas?

«Déjame que pregunte». Va a ser mejor, sí. Breve silencio. «Mira, que sí, que podéis venir», resuelve después de consultar el oráculo, no sé si leyendo el vuelo de unas golondrinas o las manchas de aceite en la campana extractora. Mejor no pregunto. Ok, en diez minutos estamos, digo y cuelgo. 

Cuando empezamos a subir por la calle del restaurante, después de un paseo de más o menos diez minutos, C. pregunta: «Berto, ¿tú a dónde llamaste?». Pues al sitio de tu cumple, a dónde va a ser, respondo mientras me giro y señalo la puerta del lugar al que, efectivamente, fuimos a cenar por su pasado cumpleaños, que está con la verja bajada hasta el suelo, cerradísimo, inexpugnable. 

Si es una broma, me parece de muy mal gusto teniendo en cuenta el hambre que tengo, aunque hay que reconocer que está muy elaborada. Repaso ofuscado la información en el móvil donde pone claramente que el local está abierto. Sí, la página no miente. El restaurante está abierto. En Murcia. (Calle Molina de Segura, para más señas). Pequeñísimo detalle sin importancia. Llamo y digo mira, soy el de antes, que en diez minutos no vamos a poder estar, eh. Por lo que sea. «Vale, no pasa nada», contesta con toda la calma del mundo. Supongo que el oráculo ya le había advertido de que esto pasaría. Y supongo que de eso dependía que tuviera mesa o no para nosotrxs. La mesá está. Pero ¿estaréis vosotrxs? Ah, el camino del Tao es inescrutable. 

Más tarde, le cuento a mí madre el episodio. Bueno —contesta sin asomo de sorpresa—, peor fue aquella vez que querías comprar un billete de avión para Santiago y lo sacaste para Málaga.

Nadie como tu madre para recordarte, por si lo habías olvidado, lo idiota que eres. Gracias.

3/3/22

Desde Rusia con pavor

La semana pasada, en concreto la mañana del jueves 24 de febrero, salí del banco en estado de absoluta indignación. Horas después, llamaba a uno de mis mejores amigos sin otra pretensión que la de discutir el inexorable devenir de nuestras respectivas vidas. Justo en ese preciso momento él se encontraba, casualmente, en otra sucursal de banco, en una a 4315 kilómetros de distancia. «Pues espero que tengas mejor suerte que yo», le digo. «Cuéntame», me contesta.

Resulta que tengo dos tarjetas, una de débito y otra de crédito. ¿Por qué? No lo sé, yo no pedí ninguna. El caso es que hace unas semanas me cargaron en la cuenta la cuota de mantenimiento de una de ellas. A qué mantenimiento se refieren, eso tampoco lo sé, la tarjeta siempre la he mantenido yo, la he cuidado, la he alimentado, vestido y dado un techo y una paga. Se lo comento a mi madre, mi gurú personal, y me dice que me pase por una oficina del banco a cancelar la tarjeta y exigir que me devuelvan el dinero. Después de posponerlo durante días, esperando que el problema se solucione solo, por intervención divina tal vez, me resigno y me persono en una sucursal, con toda la dentera que me dan esos lugares, con sus bolígrafos atados con cadenas, sus formularios, sus sillas de sky, sus empleadxs trajeadxs, sus colas, sus divisas, sus fulares, sus alfombras circulares y su profunda angustia.

Para mi fortuna, me atendió un híbrido entre Cerbero, el perro de tres cabezas guardián del inframundo, y Fernando Fernán Gómez. Le comento mi situación y tras exigirme mi DNI me dice que tengo que ir a mi oficina, aquella en la que se abrió la cuenta de manera original y en la que al parecer guardan un registro de mis archivos en una cámara acorazada tipo Gringotts a donde la ofimática y el wifi todavía no han llegado. Le pregunto si no hay ninguna manera de hacerlo aquí, porque mi oficina está en otra ciudad. No. ¿Y sabes si allí me lo van a arreglar? Más que nada porque a ver si voy a ir hasta allí y me van a decir que me peine... Tienes que ir a tu oficina. Esa parte ya la he entendido. Me ha quedado clara. Diáfana. Pero me gustaría saber si allí me van a solucionar el asunto. No lo sé. A ver... Imagínate que yo pertenezco al catastro de esta oficina y vengo con este mismo problema, ¿me lo solucionaríais aquí? No lo sé. ¿Y puedes averiguarlo o te han cosido el culo a la banqueta? Tú lo que quieres es saber si te van a devolver el dinero, ¿no? Pues mira, no estaría mal para empezar. Atisbo un rayo de esperanza. Pues no lo sé. Anda y vete al carajo. Una última preguntita antes de abandonar este frenopático tan cuco: ¿Eres siempre así de amable o tienes un mal día? Mejor no me contestes.

Tras narrarle mi dramática experiencia, mi amigo, que vive en Moscú, me cuenta que lleva más de dos horas haciendo cola para intentar sacar su dinero del banco. Como él, ya lo ha hecho o lo está intentando hacer mucha gente en medio del temor a un más que probable desplome del rublo. Me entero así de que la pasada madrugada Rusia ha invadido Ucrania. La cara de idiota que se me queda debe hacerse visible desde el Sputnik (esté dónde quiera que esté). Se me ocurren muchas preguntas que hacerle, pero la primera y más urgente es: ¿Por qué me has dejado hablar a mí primero?

La situación de mi amigo es tensa. No sabe si se va a tener que ir del país, no sabe si se va a poder ir del país, no sabe qué va a pasar con su trabajo; su pareja, además, es de allí y no sabe si a ella le van a permitir, en caso de ser necesario, salir del país y entrar en la Unión Europea, amén de otros muchos inconvenientes que supone que el país en el que vives decida declararle la guerra al vecino. Pero dice que mantiene la calma y que no quiere dramatizar. Igualito que yo, la verdad, es como mirarse en un espejo. Ánimo, compañero, yo te entiendo; también yo sé lo que es enfrentarse a las adversidades de la vida, y lo mejor es hacerlo con ataraxia, porque ¿qué otra cosa puedes hacer? Pues no lo sé.

P.D.: Llamo a mi madre para contarle lo que me ha pasado en el banco y me dice «no te preocupes, ya hablé yo con una amiga que trabaja en tu oficina y te lo soluciona sin problema, tráeme la tarjeta la próxima vez que vengas y listo».

...

Oks. O sea, a ver, que muchas gracias y eso. ¿Pero no se te ocurrió comentármelo antes? «Sí, bueno, es que como siempre que te digo que hagas este tipo de cosas pasas de todo, pues no pensé que fueras a hacerlo». Pues también es verdad. La culpa es mía por no mantenerme fiel a mí mismo.


17/2/22

Orgullo, prejuicio y bolsas

En la librería en la que trabajo se cobran las bolsas. Es así. Diez céntimos las de papel, cuarenta las de una suerte de tela puchurría. Qué quieres que le haga, yo no pongo las normas. Se supone que es por una cuestión de sostenibilidad, aunque a mí me da la sensación de que lo único que ayuda a sostener es la cuenta bancaria de los propietarios. En cualquier caso, es habitual que un cliente llegue a caja con su libro y te pregunte, con un grado de amabilidad que oscila entre mucho y menos tres, si se lo puedes poner para regalo. Le dices que sí. Pasas el libro por el lector de códigos de barras, suena un BIP y le preguntas si quiere bolsa, porque, si la quiere, hay que marcarla en la caja también. Entonces cortocircuita. Pero, pero, pero... Puedes notar los engranajes de su cerebro poniéndose en movimiento con un sonido como el de los goznes oxidados del portón de un viejo castillo que lleva décadas, siglos, sin abrirse. ¿No lo envuelves para regalo? Justo detrás de mí, un mostrador con cuatro rollos enormes de papel de regalo de diferentes colores, varias tijeras y dos carretes de celo en sus respectivos dispensadores, de esos dentados para cortarlo a trozos. Además (por si fueran pocas pistas) de que te ACABO DE DECIR QUE SÍ. Le contestas que sí, pero insistes: «¿quieres bolsa?». Lo vas a llevar en la mano, en la mochila, en el bolso, en los dientes, en el culo... O te lo llevas puesto, como dice unx de cada tres graciosxs. De pronto, es como si le hubieras preguntado la raíz cuadrada de 237. Se miran, como si no se reconocieran. Miran hacia un costado, miran hacia otro, levantan un brazo. ¿Quiero bolsa? ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Realmente quiero este libro? ¿QUÉ es una bolsa? La decisión de Sophie, amigx. Se habla, a menudo, del bloqueo del escritor, pero poco, o nada, se habla del bloqueo del comprador. 

Luego está el/la que se queja porque hay cola. Puedes escuchar cómo refunfuña porque hay mucha gente, por lo lento que avanza la cola; escuchas perfectamente cómo gimotea porque el mundo no se detiene, porque no dejamos todo para salir corriendo y atenderlo a él, cuyo tiempo es tan valioso que un solo minuto de espera es un desperdicio terrible. Y cuando al fin llega su turno y, tras los trámites de rigor, le dices el precio, entonces y solo entonces se pone a buscar la cartera en los bolsillos, se palpa un lado del pantalón, se palpa el otro, el bolsillo de atrás, el del interior de la chaqueta, los del abrigo, dónde se habrá metido esa condenada billetera, y luego te preguntas por qué la cola avanza despacio, pues por CRETINOS COMO TÚ, por qué va a ser. ¿No se te ocurrió mientras hacías cola que en algún momento TENDRÍAS QUE PAGAR? A lo mejor te hacían falta un par de minutitos más de cola para darte cuenta. Ay, espera, que tengo los diecisiete céntimos por aquí... Mientras rebusca en el bolsillito pequeño del vaquero, del que no salen más que pelusas e inmundicia. Uno, dos, tres, ay, no, esto es un botón... Y alguien detrás que se queja por lo lento que avanza la cola, es que esto es intolerable... PUES NO TE VEO BUSCAR LA CARTERA, AMIGO.

¿Y qué me dices del que te pide que envuelvas seis libros en seis paquetes diferentes y que además le pongas el nombre a cada uno? Y te suelta los seis nombres de golpe como si tú te fueras a acordar ni del primero. Los fubolísimos para Mario, Anna Kadrabra para Elena, El capitán calzoncillos para Pablito, Superpedete para Cuqui... y una copia de El principito para todos porque es tan bonito y así no se pelean. Le lanzas un bolígrafo con el primer paquete para que vaya haciendo algo a ver si cierra un poco la boca, pero te dice no, escríbemelo tú, que si reconoce mi letra sabrá que los Reyes no existen. Porque es muy listo, ¿no sabes? Tiene cinco, pero como si tuviera siete. Un portento. Pues si es tan listo no tardará mucho en darse cuenta de que su padre es un cretino. Así que escribes con tu mejor caligrafía de paje de Baltasar «Para Cuqui, me cago en tus muertos». 

Pero el que de verdad me da ganas de saltar el mostrador y apuñalarlo con el canto afilado de una taza rota de Mr. Wonderfull —¡Nunca dejes de soñar!— hasta que su cuerpo exangüe caiga al suelo entre libros de oferta de Dolores Redondo y Mercedes Ron es el que cuando ya te estás girando para envolver el libro te dice: pero le sacas el precio, ¿eh? ¿De verdad? ¿Eso es lo que hay que hacer cuando se envuelve un regalo? ¿Sacarle el precio? No se me habría ocurrido ni en un millón de años. Siento lástima por todas esas personas que llevaron sus regalos con el precio puesto, todas esas familias rotas por la infamia de ver cuánto cuesta el libro al romper el envoltorio. ¿Por qué nadie me avisó antes, dios mío? Una nueva era empieza hoy, día en que usted vino para iluminarme con su profunda sabiduría. Ojalá llenar el libro de etiquetas con el precio cada vez que me lo dicen.

Y luego está el que se ofende porque la bolsa es de pago. Pues me parece fatal, aún encima de que os voy por ahí haciendo publicidad... Sí, se va a volver loca la peña, van a venir en masa después de verte a ti con la bolsa. Y le dices, pues vale. Es que yo compro aquí desde hace mucho, gasto mucho dinero aquí, y esto de que cobren la bolsa atenta contra mis santos cojones... Silencio. ¿Has acabado ya? Sin bolsa, entonces. Aquí tiene. ¡Pues me harás un descuento entonces, que yo vengo mucho! Descuento el que te han hecho en los cubatas que te has tomado antes de venir a darme la tabarra.

¿Y qué tal está este libro?, sosteniendo la última chorrada de Reverte. Pues ese en particular no lo he leído, mire usted, qué casualidad. ¿Cómo? ¡¿No lo has leído?! No, señora, pero me pongo con él en cuanto acabe con los otros 35.000 libros que hay en la tienda. Ahora mismo voy por el número tres de Perrock Holmes. 

Pero mi favorito es el que te suelta es que en Amazon está más barato. Buaaa, buaaa, mira cómo lloro. ¿Pongo yo los precios en Amazon? ¿Tengo cara de poner los precios en esta tienda? ¿Por qué no se compra por Amazon Prime un viaje a la mierda y se va con sus tonterías a otra parte? Y no me hagas hablar del facha que se lleva todo cuanto bodrio vomita cada Cayetana. Es que los comunistas van acabar con el mundo, se van a comer a nuestras hijas y nos van a matar a todos... Me parece fantástico, pero que empiecen por ti o por mí, porque no te puto aguanto ni un minuto más. Y ahora, si me lo permites, va a salir uno nuevo de Isadora Moon y ya voy tarde para leerlo.



4/10/21

Mallorca, danke sehr!

Vuelvo de Mallorca como quien regresa de un viaje al extranjero. ¿Puede ser el único lugar del mundo en el que el castellano sea una lengua minorizada? Y es que el territorio más meridional de Alemania cuenta con bares diseñados para que los teutones se sientan como en casa, restaurantes donde te reciben con un guten tag y supermercados en los que la comunicación se ve reducida a las señas si no tienes al menos un A1 de alemán. Me fascina el esfuerzo que hacen estos hijos de Lutero (cuatro millones y medio en 2019) para irse de vacaciones renunciando lo menos posible a su estilo de vida. Si hubiera playa en Berlín y subiera la temperatura unos diez grados, probablemente nunca dejarían su país. 

La segunda noche me llevan a un Biergarten y nuestro anfitrión le explica al portero, una inmensa torre musculada, fotocopia idéntica de las otras tres moles cancerberas que guardan la entrada del establecimiento y velan por su orden, cuántos somos en perfecto alemán (perfecto al menos para mí, que nunca he sabido pronunciar Schopenhauer). Pero, para ser justos, allí no solo hay alemanes. También hay austriacos. Es un local inmenso en el que la gente se agrupa ordenadamente en mesas separadas entre sí. Al parecer, la pandemia ha hecho estragos: en sus buenos tiempos, la gente estaba de pie y se esparcía por la sala hasta que no cabía un alma. Las restricciones dificultan la socialización, aunque alguno lo intenta arrastrando la silla de mesa en mesa para que no le puedan reprender por estar de pie.

Después de unas cuantas jarras de cerveza, unos licores de hierbas de Mallorca y unos mojitos de fresa (¿por qué no?), salgo un momento del local, no sin antes avisar al sosias alemán de Dwayne Johnson, la Roca, de que enseguida vuelvo. El garito ha completado su aforo y hay gente haciendo cola para entrar. No quiero que el portero me mande de un sopapo al final de la fila por intentar colarme.

Hace una noche excelente para mear en la playa. Ante mí se extiende la abrumadora negrura de un mar en que las leyes naturales se invierten: aquí cuando te bañas se puede notar si alguien ha meado a tu alrededor porque de pronto el agua está más fría. Vuelvo al Biergarten y Dwayne Johnson me da el alto con la mano cuando intento entrar. Le digo que soy yo, que he salido hace un rato, que le había avisado. Pero me sigue haciendo el alto con la mano. Ya sabía yo que esto iba a pasar. Que no han sido ni cinco minutos, no me toques las narices. Cuando por fin dejo hablar al mastodonte, me dice en perfecto castellano —lo cual me sorprende y mucho— que sí, que muy bien, que puedo entrar, pero que en vez de por la salida, qué tal si pruebo a hacerlo por la entrada. Miro hacia donde me señala y allí veo al Dwayne Johnson con el que había hablado antes de salir. Me disculpo con Vin Diesel por la confusión y entro por donde me corresponde mientras ellos niegan resignados con sus musculadas cabezas rasuradas.

Pero si vas a Mallorca, has de saber que no todo es beber allí. La isla cuenta con bellos parajes naturales, como Caló des Moro, una preciosa cala de aguas paradisíacas en la que la gente hace colas para acceder de entre tres y cuatro horas. ¡Cuatro horas, amigx! El mundo se va a la mierda. Por suerte, cuando nosotrxs llegamos ya era algo tarde y la persona a cargo del control de aforo había recogido sus bártulos y finiquitado su jornada. Así que no tuvimos que esperar para descender por el escarpado camino hasta una calita con tanta gente por metro cuadrado como el Biergarten en sus buenos tiempos.

Enseguida nos metimos en el agua esquivando a decenas de modelos posando de medio lado con el cuello retorcido y el agua por las piernas ante un fotógrafo con la rodilla hincada en la arena buscando el mejor ángulo, un codo levantado, el culo en pompa, la cabeza ladeada y sin preguntarse en cuántas fotos saldrá de fondo en esta ridícula postura.

La verdad es que el esperpento merece la pena, el baño en un agua de ensueño casi hace que se me olvide el estrés que he tenido que pasar para conseguirlo. Cuando me estoy acercando a la orilla para salir, noto un alga que se enreda en mi pie, lo cual me sorprende, porque el agua no puede estar más cristalina, o eso he oído, porque una vez que me quito las gafas el mundo se vuelve borroso para mí. Levanto el pie y acerco un poco la cara al agua, y el alga resulta ser una toallita húmeda —cualquier toallita flotando en el mar está húmeda, pero ya me entendéis— y del asco casi me corto el pie a bocados y lo dejo allí flotando. Serrat, cariño, me parece muy bien que hayas nacido en el Mediterráneo, pero se te está llenando de guiris y de guarros.

La oferta gastronómica también es amplia en Mallorca. Entramos en un lugar atraídos por el anuncio de un cerveza que hacía tiempo que no veía por ningún lado, una birra de aspecto mexicano que en realidad, sorpresa, está elaborada en Alemania. El Iron Diner resultó ser un restaurante decorado con fotos de Arnold Schwarzenegger regentado por dos culturistas alemanes en el que además de comer sano y sin azúcar (según su página web en alemán) puedes disfrutar de un buen batido de proteínas, un lugar de encuentro para todas esas personas que «se dedican al fitness, la belleza y la salud». 

Lxs dueñxs del Iron Diner, el Restaurante de Hierro


Ya en el avión de vuelta, la chica que va sentada a mi lado se pone unos auriculares y le da al play a una película en su móvil para refugiarse de los gritos del bebé de la fila de delante. Yo, atraído como una polilla hacia la luz, no puedo evitar que la vista se me desvíe de vez en cuando hacia la pantalla. Mi estupefacción va creciendo mientras intento adivinar qué película está viendo por los fragmentos sueltos que capto. No consigo averiguar cuál es, pero no me queda ninguna duda de lo que está viendo: una película de secuestros aéreos. Caras de pasajeros preocupados, carreras por el pasillo, gente armada, la torre de control abarrotada de personas circunspectas, escenas de acción, el avión que da bandazos, gente gritando, peleas, villanos con cicatrices en el rostro, el piloto inconsciente... Lo típico, vaya. Lo que inevitablemente hace que me pregunte con qué clase de psicópata comparto viaje, a ver si va a ser de esa gente que paga por elegir su asiento en el avión o que va sola en el coche con la mascarilla puesta...

Pero si algo hace de Mallorca un lugar especial, amén de todo lo dicho, es su próspera industria, y no me refiero ni a la hostelera, ni a la construcción, ni al turismo, ni a la hostelería... Me refiero, cómo no, a la industria de las postales, las mejores, sin duda, del mundo:




8/11/20

Lentejas

En el último pasillo del supermercado, entre los garbanzos, la pasta y el arroz, una señora, de puntillas, se estira todo lo que puede para intentar alcanzar de lo más alto de la estantería un paquete de lentejas al que apenas consigue acariciar con las puntas de los dedos. Viéndola en semejante tesitura, le ofrezco mi ayuda. Me mira de arriba abajo y, tras finalizar su examen, concluye: tú no trabajas aquí. Vaya, qué me habrá delatado. Le contesto que no creo que nadie se lo vaya a tomar como un acto de intrusismo laboral, y reitero mi oferta. Me obsequia con una mirada glacial que me congela las entrañas, dejando mis entretelas aptas para el almacenaje de lasañas, san jacobos y otros productos precocinados. Cada vez ponen las cosas más difíciles de coger. Asiento mientras observo cómo estira su brazo hasta el límite de sus posibilidades en un intento infructuoso de aproximarse un poco más a sus preciadas legumbres. En realidad, pienso, no ha aceptado ni rechazado mi oferta. Sopeso por un instante la idea de seguir con mi camino, tal vez esta es su cruzada personal y no seré yo quien se interponga entre ella y su particular Moby Dick. Pero en el último instante se me ocurre que, tal vez, simplemente sea demasiado orgullosa para aceptar ayuda de un desconocido o, quizás, yo no me he expresado del todo bien. Me digo a mí mismo: un último intento y, si sigue en sus trece, yo a lo mío y ella con su rollo. Ya sabes lo que dicen: las lentejas son comida de viejas, si las quieres las comes, y si no, siempre puedes ir a un súper a vacilar al personal. ¿Quiere que se las alcance? La señora desciende de las puntas de sus zapatos hacia una posición de reposo y, de nuevo, me pondera detenidamente con la mirada. Su respuesta: ¿Pero tú llegas?

...

Vaya, venía yo a por pan y me he llevado una hostia. La señora, con gran chulería, con muchísimo flow, se aparta de la estantería y me hace un gesto incitante con el brazo, en plan be my guest, a ver si tú puedes, campeón. Me acerco a la estantería, cojo las lentejas y se las doy, y pongo rumbo a la frutería, a ver si allí tiene alguien a bien escupirme en un ojo, arrastrando mi cesta y mi alma maltrecha sin recibir ni un mísero gracias ni mi pin de buen ciudadano, cuando la oigo decir, a mis espadas, qué caras están las lentejas, por favor. Entonces me empieza un tic en el ojo, una palpitación, como si me hubiera poseído el espíritu de Arturo Fernández y le fuera guiñando el ojo a los botes de fabada. Eso sí que ya no. Porque el precio no viene marcado en el paquete, sino en la estantería; el precio ya lo sabía, o podía haberlo visto, ANTES de la absurda comedia que acabamos de protagonizar. Es que cada día cuestan más. Señora, yo no digo que no tenga usted razón, la inflación, el IBEX 35 y todo eso, pero ese paquete se lo va a comer, pongo a este lenguado por testigo, aunque sea lo último que haga, usted elige si en su casa o aquí mismo en este supermercado. Es que qué precios

Pues mira, yo, la verdad, no sabría decir de memoria a cuánto está, en general, el quilo de lentejas, pero este paquete en particular me ha salido carísimo.