3/3/22

Desde Rusia con pavor

La semana pasada, en concreto la mañana del jueves 24 de febrero, salí del banco en estado de absoluta indignación. Horas después, llamaba a uno de mis mejores amigos sin otra pretensión que la de discutir el inexorable devenir de nuestras respectivas vidas. Justo en ese preciso momento él se encontraba, casualmente, en otra sucursal de banco, en una a 4315 kilómetros de distancia. «Pues espero que tengas mejor suerte que yo», le digo. «Cuéntame», me contesta.

Resulta que tengo dos tarjetas, una de débito y otra de crédito. ¿Por qué? No lo sé, yo no pedí ninguna. El caso es que hace unas semanas me cargaron en la cuenta la cuota de mantenimiento de una de ellas. A qué mantenimiento se refieren, eso tampoco lo sé, la tarjeta siempre la he mantenido yo, la he cuidado, la he alimentado, vestido y dado un techo y una paga. Se lo comento a mi madre, mi gurú personal, y me dice que me pase por una oficina del banco a cancelar la tarjeta y exigir que me devuelvan el dinero. Después de posponerlo durante días, esperando que el problema se solucione solo, por intervención divina tal vez, me resigno y me persono en una sucursal, con toda la dentera que me dan esos lugares, con sus bolígrafos atados con cadenas, sus formularios, sus sillas de sky, sus empleadxs trajeadxs, sus colas, sus divisas, sus fulares, sus alfombras circulares y su profunda angustia.

Para mi fortuna, me atendió un híbrido entre Cerbero, el perro de tres cabezas guardián del inframundo, y Fernando Fernán Gómez. Le comento mi situación y tras exigirme mi DNI me dice que tengo que ir a mi oficina, aquella en la que se abrió la cuenta de manera original y en la que al parecer guardan un registro de mis archivos en una cámara acorazada tipo Gringotts a donde la ofimática y el wifi todavía no han llegado. Le pregunto si no hay ninguna manera de hacerlo aquí, porque mi oficina está en otra ciudad. No. ¿Y sabes si allí me lo van a arreglar? Más que nada porque a ver si voy a ir hasta allí y me van a decir que me peine... Tienes que ir a tu oficina. Esa parte ya la he entendido. Me ha quedado clara. Diáfana. Pero me gustaría saber si allí me van a solucionar el asunto. No lo sé. A ver... Imagínate que yo pertenezco al catastro de esta oficina y vengo con este mismo problema, ¿me lo solucionaríais aquí? No lo sé. ¿Y puedes averiguarlo o te han cosido el culo a la banqueta? Tú lo que quieres es saber si te van a devolver el dinero, ¿no? Pues mira, no estaría mal para empezar. Atisbo un rayo de esperanza. Pues no lo sé. Anda y vete al carajo. Una última preguntita antes de abandonar este frenopático tan cuco: ¿Eres siempre así de amable o tienes un mal día? Mejor no me contestes.

Tras narrarle mi dramática experiencia, mi amigo, que vive en Moscú, me cuenta que lleva más de dos horas haciendo cola para intentar sacar su dinero del banco. Como él, ya lo ha hecho o lo está intentando hacer mucha gente en medio del temor a un más que probable desplome del rublo. Me entero así de que la pasada madrugada Rusia ha invadido Ucrania. La cara de idiota que se me queda debe hacerse visible desde el Sputnik (esté dónde quiera que esté). Se me ocurren muchas preguntas que hacerle, pero la primera y más urgente es: ¿Por qué me has dejado hablar a mí primero?

La situación de mi amigo es tensa. No sabe si se va a tener que ir del país, no sabe si se va a poder ir del país, no sabe qué va a pasar con su trabajo; su pareja, además, es de allí y no sabe si a ella le van a permitir, en caso de ser necesario, salir del país y entrar en la Unión Europea, amén de otros muchos inconvenientes que supone que el país en el que vives decida declararle la guerra al vecino. Pero dice que mantiene la calma y que no quiere dramatizar. Igualito que yo, la verdad, es como mirarse en un espejo. Ánimo, compañero, yo te entiendo; también yo sé lo que es enfrentarse a las adversidades de la vida, y lo mejor es hacerlo con ataraxia, porque ¿qué otra cosa puedes hacer? Pues no lo sé.

P.D.: Llamo a mi madre para contarle lo que me ha pasado en el banco y me dice «no te preocupes, ya hablé yo con una amiga que trabaja en tu oficina y te lo soluciona sin problema, tráeme la tarjeta la próxima vez que vengas y listo».

...

Oks. O sea, a ver, que muchas gracias y eso. ¿Pero no se te ocurrió comentármelo antes? «Sí, bueno, es que como siempre que te digo que hagas este tipo de cosas pasas de todo, pues no pensé que fueras a hacerlo». Pues también es verdad. La culpa es mía por no mantenerme fiel a mí mismo.


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